Entre mis recuerdos se encuentra aquella guitarra escondida y bien custodiada, infinidad de veces intenté abrazarla pero siempre me atrapaban. Cuando cumplí cinco años, en un descuido, conseguí el primer objetivo, hacer sonar sus cuerdas. Me cazaron debido al sonido, y aunque no me libré de la bronca, sentí una inmensa satisfacción, no me iba a rendir tan fácilmente. A los siete años ya tenía la habilidad suficiente para buscar el momento oportuno y borrar huellas.
Un buen día, al terminar con el cometido, descubrí que habían estado escuchando detrás de la puerta, me preparé para el castigo, en lugar de eso tomaron la guitarra y la pusieron en mi pecho, a la altura del corazón. Se dieron cuenta que para mi no era un simple juego.
Los siguientes años formó parte de mi indumentaria, una compañera inseparable, nuestra relación fue intensa, hasta el punto que era incapaz de relacionarme con los demás si no la tenía a mano. Los amigos no dejaron escapar ese detalle, se sentían contrariados si alguna vez aparecía sin ella.
Agarrado a su cintura conocí amores, y en su mástil sufrí la pena que provocaron las ausencias.
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