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martes, 8 de julio de 2014

La lenta marcha del caracol

Me crié en un barrio periférico nada lujoso pero muy acogedor. Las casas de planta baja y calles sin asfaltar permitían el contacto directo con la tierra. Lluvia y barro, ¡qué agradable recuerdo! 
Alrededor, la naturaleza parecía no tener fin. Una vía de ferrocarril marcaba la línea divisoria entre nosotros y el resto del mundo: la ciudad.
Cuando cumplí siete años, mis padres decidieron mudarse al otro lado de la "frontera", la casa que hasta entonces compartí con mis abuelos quedó relegada a lugar de visita.



El cambio sólo puede ser entendido desde los extremos.



La única vista desde el balcón era aquel horrible bloque de pisos y el reguero incesante de gente moviéndose de aquí para allá sin cruzar mirada, todo acompañado por un interminable desfile de ruidosos y humeantes vehículos. Parecía no caber un alfiler, pero al sonido de una sirena se creaba espacio de la nada.

Fue divertido las primeras veces, luego se convirtió en tediosa rutina.
Junto a mi, todo el campo concentrado en una triste maceta. Sentía lástima por las plantas, seguro amaban la libertad tanto o más que yo. 



Flores encadenadas, pájaros enjaulados, un niño confinado en un piso.


Fue por aquel entonces cuando conocí a mi amiga Paciencia, al descubrirme observando la lenta marcha de un caracol.

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